“El político se convierte en un estadista cuando comienza a pensar en las próximas generaciones y no en las próximas elecciones”, esta frase la acuñó Winston Churchill, parafraseando al alemán Otto Von Bismarck. Por otro lado, el estatista es todo aquel que es partidario del estatismo como modelo político, es decir, de la preeminencia del Estado sobre las demás entidades en lo económico y en lo social. Parecería que cavilar entre estas dos palabras que difieren en una sola letra, pudiese resultar ocioso. Pero lo encuentro relevante ante el panorama electoral.
El estadista trasciende a la estructura del Estado; es capaz de elevarse por encima de este para analizar a la sociedad desde el individuo, y al individuo desde la sociedad. El estadista tiene la habilidad de ver más allá de sus fronteras, pues es capaz de conducir a su pueblo hacia un verdadero desarrollo dentro del contexto universal. El estadista no solo trabaja por esa mayoría que lo apoya y con quienes comulga su credo; sino que, por el contrario, pone especial empeño en entender a sus adversarios, y yendo más allá es capaz de gobernar para las minorías.
El estatista, por su parte, se subordina a la figura del Estado -si no se la apropia como aquel que se proclamaba su jefe absoluto-, a quien le delega prácticamente toda la responsabilidad para que vele por su educación, salud y bienestar económico. El estatista piensa en gobiernos para los próximos veinte o cincuenta años, pues no cree en que los individuos puedan ser capaces de dictar sus propios destinos, y menos de generar un impacto sobre sus sociedades. Para el estatista, hay que terminar de cualquier manera con mentes como las de Vincent de Gournay o Ayn Rand, y su laissez faire.