“Las guerras dieron lugar a los tratados, y los tratados originaron la guerras “, dijo Goethe. A propósito de la conmemoración de los 25 años de la victoria militar en el Cenepa, no todos los ecuatorianos recuerdan con fervor patriótico el desenlace de aquella cruenta conflagración; muchos sostienen, no sin indignación, que la minúscula parcela de selva en la gloriosa Tiwintza, adjudicada como símbolo de soberanía, y premio consuelo por el inédito triunfo sobre nuestros hermanos del Sur, es un magro reconocimiento a la sangre derramada por nuestros valerosos soldados, en aquel paraje de la Cordillera del Cóndor; esta insatisfacción colectiva que pulula en el reino de Atahualpa, azuzada por un hipotético resurgimiento de algún sentimiento patriotero, más una potencial provocación en el futuro por parte de quienes forman el reino de Huáscar, no vaya a ser el combustible que encienda otra vez la recurrente mecha, en cuya pira ardan los solemnes tratados consagrados en 1995, cuidadores estos, de las infranqueables fronteras, curiosamente trazadas en inconmensurables e inofensivos territorios amazónicos, los mismos que han vivido alejados de pasiones políticas, reivindicaciones limítrofes, y lugar hasta donde ancestrales pueblos llegaron, antes que se construyan los hitos, se entonen los himnos, o se icen las ondeantes banderas.