La democracia es la aceptación de la diversidad, aceptación del derecho de otros a tener su criterio propio, aceptación de que no todos piensan como nosotros.
Para poder aceptar este concepto, es necesario que la población tenga un cierto grado de preparación, un mínimo exigible de cultura. Por esto es bueno reformas educativas que contemplen educación y cultura universales.
Jamás existirá democracia con intolerancias, con imposiciones de pensamientos únicos, de ideologías impuestas a golpe de sanciones o represalias. La cultura del pueblo no lo puede permitir, cuando la misma alcanza niveles mínimos. El problema radica en que, lamentablemente, las grandes mayorías, las masas, no llegan a esos niveles mínimos, tampoco gran parte de los políticos.
La educación debe garantizar un análisis de los grandes pensadores, especialmente cuando se alcanza cierto nivel de escolaridad, para evitar la presencia en los mandos de personas intolerantes, o para evitar el triste espectáculo de algunos funcionarios que ni siquiera dominan lo elemental de sus funciones o de autómatas que se jactan de cumplir a rajatabla lo que consta en una Ley, con una lastimosa falta de análisis.
Se debe mejorar el nivel cultural de maestros, formadores de juventudes, para que ellos transmitan valores que permitan superar manifestaciones viscerales.
Cuando se lee a los clásicos, se aprende a no reaccionar estomacalmente, se aprende a evaluar la forma de responder a una provocación, también se aprende a razonar la aplicación de la Ley. Los ejecutores ciegos de la Ley no son personas, son entes sin razonamiento.
Los que caen en provocaciones y responden a las mismas de manera impulsiva solamente demuestran el no haber cultivado su mente. Este es el mal de lo que aquí calificamos como democracia: ¡una verdadera farsa!