Cuando Brasil fue escogido para ser la sede del Mundial de Fútbol 2014 y de los Juegos Olímpicos del 2016, el presidente Lula aseguró que organizarían el mejor Mundial jamás visto en el planeta y lo propio para los Juegos Olímpicos. Lula adelantó que su país no contaba con la infraestructura necesaria para esos eventos y anticipó que adecuarla costaría unos USD 20 000 millones.
En ese momento la euforia de los brasileños obnubiló su capacidad para entender que la cuenta sería alta y que tarde o temprano ellos la pagarían. Hoy esa euforia se transforma en descontento, pues una sociedad mayoritariamente pobre se da cuenta que no puede financiar semejantes lujos, ni siquiera cuando se trata del próximo Mundial de Fútbol, deporte considerado “religión” para los brasileños .