Donde no hubo Dios solo existieron remedos, esto para mal del mundo. Los crearon las élites de las diferentes civilizaciones por necesidad y para poder subsistir. Diferenciar una persona del resto otorgándole cualidades especialísimas lo hacían los personajes que de una y otra manera querían alzarse con el poder o disfrutar de él. Lo hacían las élites económicas, militares y religiosas.
Fue tan imperiosa esa práctica que al elegido o él mismo se convencía que era una especie de dios y por lo tanto podía hacer y deshacer. Siempre fue difícil gobernar adecuadamente cuando los súbditos querían que se demuestre con hechos que la autoridad les importaba. Esta fue la primera insinuación ante la cual debían protegerse y por lo tanto se hacía imperioso utilizar mecanismos para convencer que el pueblo y esos “iluminados” no son iguales.
Que el uno es superior al otro en todo sentido y que esa realidad es necesaria por el bienestar de todos. Mesianismos a ultranza que no aceptan sino un camino, el que la dirigencia disponga. Emperadores, reyes, monarcas y los autoproclamados protectores declararon que el poder les pertenecía por sangre o sea desde su nacimiento o por designio divino. Era la herencia de sus antepasados que nadie podía intentar quitárselo. Esas civilizaciones fueron desapareciendo de manera diferente por eliminaciones violentas o autoeliminación pero sus prácticas aún las tenemos y están representadas en los autoritarismos modernos. En estos días tenemos que mirar bien a Corea del Norte e Irán y nos trasladaremos fácilmente a la antigüedad y al resurgimiento de aquellos remedos respaldados peligrosamente por armas nucleares.