Parece que cuando hablamos o escribimos sobre ciertas normas de convivencia o relaciones humanas (o urbanidad, como se llamaba antes) fuéramos unos retrógrados y la gente nos mira como desfasados, raros. Porque esos modales nos fueron dictados en el hogar, desde muy niños, y muchas veces con dureza. Luego fue la escuela la que cimentó y valoró esas reglas y con claros ejemplos. Era parte de las “buenas costumbres”. Lo más elemental era saludar. Ceder el asiento, un anexo. La limpieza personal era otro aditamento. Y no digamos la honradez y la lealtad. El hacer todo el esfuerzo en hablar correctamente y con respeto. Nos enseñaban hasta cómo coger y leer un libro. ¿Alguien lo hace en los tiempos tan modernos que corren? Lo triste es mirar ese desdén a la mujer embarazada, al anciano, al minusválido. Y no solo es el joven o el niño (he visto cómo muchos jóvenes universitarios ponen los pies alzados en los espaldares de los asientos y sus conversaciones con la más alta procacidad). Son también muchas jovencitas que no respetan a su mismo género. Pero es bueno decir también, que muchas veces cuando usted cede un asiento nunca escucha ese ¡gracias! Tan sencillo de quien es agradecido con ese gesto. No esperemos mucho de cortesías ni buenos modales. Cuesta decir que los padres han perdido su autoridad y por ser muy liberales hoy ya no son respetados y tienen miedo a sus hijos. Los maestros han dejado de ser ejemplo y son pifeados cuando hablan
de estos temas. Y peor cuando
desde el poder recibimos la más penosa pedagogía del insulto y un lenguaje de albañal ¿Dónde están los ejemplos dignos de imitar?