Me imagino el espíritu del rey Salomón pululando por Jerusalén del Este horrorizado al ver que ese territorio, donde alguna vez el reinó, impartiendo justicia, paz, y demostrando sabiduría para estrechar relaciones diplomáticas con sus vecinos más poderosos, como eran los egipcios y fenicios; con los primeros, proyectando establecer lazos de sangre al contraer matrimonio con la hermana del faraón y con los segundos extrayendo conocimientos en el arte de la navegación; hoy sea escenario de sangrientos enfrentamientos entre hebreos y palestinos; los unos, herederos de la tierra prometida; los otros arguyendo el derecho de conquistadores de ese estado.
De vuelta a este mundo el rey Salomón, pensaría en una fórmula que dirima este conflicto, al igual que lo hiciera en aquel episodio bíblico, donde dos mujeres se disputaban la maternidad de un niño; su decisión salomónica sería construir un muro que sirva de puente para los dos pueblos edificado de mezquitas y sinagogas para lo cual necesitaría invocar al profeta Mahoma, e instarle para que rescate su credo del extravío al que ha sido sometido por sus sucesores y propalarlo nuevamente a su pueblo de la manera que él lo concibió, como una doctrina de tolerancia hacia otras religiones y respeto hacia las mujeres, y que hunde sus raíces en el judaísmo, al considerarse ismaelitas y a Abraham como fundador de su santuario de Kaava en la Meca; Salomón diría a los suyos, Jerusalén ha sido un vasto campo de espigas, que ha servido de alimento para que otras religiones puedan germinar.
Solamente la reafirmación de sus principios doctrinarios corrompidos a través de los siglos, por factores geopolíticos permitirá cimentar este muro metafórico, que constituirá un lugar de encuentro entre judíos y musulmanes; el rey Salomón, como gran constructor que fue, levantará los cimientos y Mahoma, será la argamasa que una el rico pasado judío del muro de los lamentos, con el esplendor árabe que tendrá el muro del presente.