En nuestra arrogancia asumimos haberlo visto todo, investigado todo, y lo peor es que creemos (ingenuamente) que lo conocemos todo. Con el argumento de los necesarios avances de la ciencia hemos metido las narices en los rincones más ocultos de nuestro planeta, esculcándolo todo, manoseándolo todo con el menor respeto posible, demostrando una barbarie justificada por el (supuesto) avance de la civilización.
La crisis en que vivimos nos vuelve a poner los pies en la tierra, nos hace entender cuan frágiles somos ante la naturaleza, cuan propensos estamos los humanos a perecer por un virus. Ni la más avanzada de nuestra ciencia puede detener a la pandemia, ni las armas de los países más industrializados sirven para nada ante la crisis, ni las mayores reservas de dinero o recursos naturales tienen significado ahora.
Hemos apostado por la tecnología como la salvación a todos los problemas, creyendo que nos puede sacar de los apuros de nuestra comodidad, sin embargo la tecnología no puede hacer nada contra la pandemia, excepto darnos datos precisos de cómo se esparce por el mundo, ante nuestra perpleja e impotente mirada.
Reforzar nuestra humanidad y reconocer humildemente nuestras limitaciones nos hará superar la crisis, ya lo hemos hecho en el pasado, pero parece que era necesario este remezón para volver sobre nuestros pasos, y sobre todo regresar nuestra mirada hacia la naturaleza, la que nos ha dado todo, pero que puede ser también letal, como lo describió H.G. Wells en La Guerra de los Mundos, donde los invasores extraterrestres perecieron por una bacteria terrícola, de la que ellos no tenían inmunidad.