Escribo impulsado por la indignación. Te escribo a ti, buen político, que siempre sabes escuchar el consejo del pueblo a quien sirves. Dicen que un hombre sabio es quien sabe escuchar y yo pienso que esa afirmación es correcta. El sabio escucha: oye, razona, asimila y ejecuta. El necio, el mal político, no lo hace, no escucha. A ese, al necio, no puedo escribirle, porque las palabras —que son escasas y valiosas— se perderían. Y no quiero que eso suceda. Quiero ser escuchado, no por mí, sino por ti, buen político. Porque, tal vez, alguna de las palabras que te dirijo pueda ayudarte. Porque, quizás, alguna de las palabras que escribo pueda descubrirte una realidad aún desconocida. Porque, quizás —y solo quizás—, al menos una única palabra de las que ahora te dirijo pueda recordarte quién eres. Buen político, escúchame bien cuando te digo que eres un servidor. Más servidor que representante. Porque no solo representas al pueblo, como quien sustituye o actúa en su nombre. No, no solo lo representas, sino que lo sirves. Sirves —o debes servir— al pueblo a quien representas. Tú, buen político, debes servir a los ciudadanos de tu país.
Ahora vuelvo a la indignación que impulsó esta carta. Vuelvo y veo la negligencia de muchos de tus compañeros políticos. Parecen haberse olvidado quiénes son. Parecen haberse olvidado de a quiénes sirven. No escuchan los lamentos de su pueblo, ni su sorda alegría. No escuchan cuando grita en sus celebraciones, ni cuando lo hace en su agonía. No lo escuchan ahora, cuando gime silenciosamente en su sufrimiento a la espera de que al menos un político, un único político, un único buen político quiera escucharlo, cuidarlo, protegerlo y educarlo: servirlo.