Lo que perdura de la antigua tradición de fin de año – que incluía el testamento y el drama de la agonía del viejo antes de las doce de la noche, acompañado por los lamentos de su viuda, más un elenco de disfrazados que representaban una burla a la temida muerte – es solo el cascarón: la exhibición y posterior quema del monigote, y el humo tóxico y la basura y el daño al pavimento. A principios del siglo XX, las ciudades más grandes no pasaban de sesenta mil habitantes, con unas pocas calles adoquinadas o empedradas y el resto de tierra, en donde el ruido, el humo y las fogatas no causaban mayores problemas.
¿Por qué no hacer un festejo íntimo y familiar? Por ejemplo, escribir las cosas malas del año fenecido y quemar el papel. La contaminación sería mínima. También podrían escribirse los deseos de cada uno de los participantes, para el nuevo año. Y si hubiese alguien con chispa y humor, podría hacer coplas: el testamento de antaño.
Quizás algunos crean que es bueno mantener las “tradiciones”. Yo recuerdo cuando, hace muchos años, en una conversación, mencioné un episodio sobre el “martirio perruno” citado, al paso, en “La vida del escudero Marcos de Obregón” de Espinel, un clásico de la picaresca española. Una persona mayor comentó que aquí también había. “¿Cómo era?”, pregunté con curiosidad. “El Domingo de Resurrección soltaban a los perros a los que habían amarrado cohetes”, respondió, con una sonrisa. Esos animales seguramente morirían del susto, pensé. las tradiciones no están escritas con fuego. Y el aire limpio es un tema prioritario. ¿Qué hacer con los artesanos que trabajan los monigotes? Pues emplearlos en otras actividades, para eso están los ministerios del “Buen Vivir”.