Cuando a Diógenes “El cínico”, en las postrimerías de su vida, le dijeron que no vaya tan de prisa, que disminuyera el paso por que estaba viejo, este contestó ¿Que harían ustedes si tienen cerca la meta? ¿reducirían o acelerarían la marcha?, esto es lo que yo hago,… aligerarlo; este filosofo de la antigua Grecia, así es como avizoraba el final de sus días, no como un desenlace oscuro y triste, si no como una estimulante llegada, donde le esperaba una presea dorada, la dignidad, para lucirla orgullosamente en el pecho, allá en el podio eterno.
Quizá pensaba así porque un baúl que le sirvió de refugio a su envejecido cuerpo, un cuenco para tomar la frugal sopa, y las cóncavas palmas de sus venerables manos para beber el agua de ríos y manantiales, constituyeron a lo largo de su exigente excursión, el único equipaje que llevó consigo, alivianando así, el viaje para alcanzar la ansiada cumbre.
Del aislamiento en que vivió extrajo el combustible necesario, que traducido en fortaleza mental y espiritual, le permitieron acelerar el paso en los últimos días de su nonagenaria vida.
No el ascetismo, porque ya no es época de sabios, si la actitud que tenía Diógenes, es la que debe poseer el anciano contemporáneo; del conocerse a sí mismo, emergerán altivas esas virtudes, en las que participa más el espíritu que el cuerpo; simbiosis existencial, esta, que dará a luz la suprema dignidad; la misma que irrumpirá, en el complicado y desolado escenario de la vejez, para robarse el protagónico papel en el teatro de la vida, como diría Shakespeare.