Llegó al canal de televisión para ser entrevistado, fue armado con la Ley de Comunicación más conocida como ley mordaza, herencia maquiavélica de Rafael, el destructor de la libre expresión.
La guapa entrevistadora tenía la sangre en el ojo y comenzó con preguntas demoledoras a arrinconarle contra las cuerdas al abusivo Superintendente; el inquisidor de los Medios exhibió la ley sancionadora y afirmó que ese instrumento diabólico le facultaba para autocalificarse como agredido por el canal de televisión, también le facultaba para denunciar la agresión a él mismo y para él mismo juzgar y sancionar al medio de comunicación. Sobre la destitución dispuesta por la Contraloría afirmó que nunca fue empleado público de Correa porque el canal incautado en el que trabajó era privado y que el vehículo y los ocho mil dólares mensuales que ganaba, más bonificaciones, no salieron de las arcas fiscales. Todo lo dijo sin inmutarse, parecía Rafael en las sabatinas; la entrevistadora sonrió ante la inaudita confesión, había conseguido su objetivo de desenmascarar al inquisidor. Ochoa fue por lana pero salió trasquilado; se olvidó que Lenin había decretado el fin de la era ovejuna.