En nombre de la razón de Estado y del realismo político se ha llegado a legitimar todo: la fuerza y el fraude, la violencia y la corrupción. La autoridad política vigente, manifiesta abiertamente que brinda seguridad jurídica, ciudadana, estabilidad comercial, educación, salud, entre otras, normas generales y abstractas que ofrecen certidumbre de contenido, justificando sus crasos errores mediáticos e históricos, desconociendo premeditadamente, su tiempo de permanencia en el poder, de manipulación social y de simulación de una democracia perfecta que se esconde detrás del aparente consenso, donde el soberano es consultado y las decisiones las toma irreflexivamente el ejecutivo dictando normas legales totalmente contrarias e inconstitucionales. La búsqueda incansable del continuo incremento del poder absoluto, ha consolidado y trata de mantener ilimitadamente este modelo hiperpresidencialista, autoritario, tiránico, que desconoce el arte de la prudencia, del respeto propio, de los valores morales, del estado de derecho. Una política sin valores es solo una práctica cruda y descarnada de la lucha por el poder.