La revolución ciudadana se propuso un proyecto político que perdure en el tiempo y que no pueda ser revertido con facilidad.
En la Cancillería, la revolución ciudadana se impregnó de este espíritu cuando entró de lleno en alianzas ideológicas y buscó asegurar, en su patética visión, que no habría regreso al sometimiento de la soberanía y a los privilegios de casta. No solo el Imperio sufrió el discurso vociferante y soberbio del cambio de época, lo pueden atestiguar el Banco Mundial, el FMI, la OEA. Europa también sintió la seriedad revolucionaria, reñida con el pragmatismo.
Se perdió una década para integrarse a la Cuenca del Pacífico y sus mecanismos de prosperidad y cooperación. Quedaron relegados los acercamientos con tradicionales amigos del Ecuador en Asia para privilegiar una sola relación. Además, la revolución ciudadana entregó la formación de los aspirantes a diplomáticos de carrera al IAEN, reformó la Ley Orgánica del Servicio Exterior en aspectos claves como la cuota política, se proclamó fuente de la democratización del Servicio Exterior para conseguir réditos políticos, multiplicó el personal, agredió la estructura jerárquica y torció deliberadamente los cánones de la profesión.
La Cancillería se articuló a un proyecto diseñado para resistir, para limitar la alternancia. No fueron medidas inocentes. Sus secuelas están todavía por verse. Los retos: volver a una política exterior que no sacrifique los intereses del país por absurdas alianzas ideológicas; recuperar los preceptos institucionales; desnudar las conciencias.