Como es de sobra conocido, el exterminio y esclavización de los nativos americanos ocurrido en los prolegómenos de la Colonia y durante esta, se amparó en una ideología que los despojaba de su condición humana o que la disminuía presentándolos como “razas inferiores”. Mito del “mal salvaje” que fuera denunciado por Bartolomé de las Casas a quien Martí llamó el “Apóstol de nuestra América”. Junto a ese enfoque perverso, pero situado en su antípoda, apareció la idea del “buen salvaje”, que hacía de los americanos precolombinos seres felices, habitantes de mundos paradisíacos, de donde surgió y alimentó el pensamiento de la utopía (“el lugar que no existe”). Ambas visiones, del buen y mal salvaje, estaban por igual alejadas de la realidad social y cultural de las civilizaciones indígenas, degradaban su auténtica condición humana y por igual impedían las posibilidades de comunicación y entendimiento con sus pares europeos durante la Colonia.
Con la Independencia, el mito del “mal salvaje” anidó en el colonialismo interno pero ha ido perdiendo fuerza en la medida en que la sociedad se ha democratizado. Sin embargo, el del “buen salvaje” se mantiene y goza de buena salud en la forma en que vemos a taromenane y tagaeri, a los cuales consideramos idílicos cazadores y recolectores de la selva, no contaminados, felices en su aislamiento voluntario (voluntad supuesta porque nunca ha sido expresada). Les vemos como parte del paisaje, como una especie endémica más, junto a las otras, vegetales y animales. No nos conmueve ni hacemos nada ante la matanza de un porcentaje significativo de su población, ocurrida hace poco. No nos afecta que su esperanza de vida sea muy inferior al promedio nacional. No nos incumbe su miedo cotidiano ante la presión y el acoso de colonos, madereros y petroleros. Encontramos encomiable que haya en el país seres humanos privados de contacto con el mundo. Y su opinión y cultura carecen de toda relevancia. Son seres humanos que no existen, como acaban de destacar recientes informes técnicos.