En Ecuador están habituados a insultarse. No son tolerantes ni respetuosos de las ideas ajenas. De tal suerte que ha habido desde los albores de la República emociones adversas y rechazos. El mundo de la política ecuatoriana gira sobre insultos repetitivos: mediocre, miserable, farsante, ladrón, vago, mamarracho, cretino… Insulta, insulta que algo queda, parece ser el fin de ciertos políticos. El lenguaje peyorativo crea murallas para un debate civilizado que busque objetividad. En los mítines convocados, los partidarios ríen y celebran los insultos.
Muchos políticos creen que insultando obtienen más votos porque dan la imagen de valentía. Cuando llegan a concretar alianzas se lanzan flores; pero cuando las rompen, estiércol. Tratan de descalificar al adversario con palabras y no con pruebas.
Unos pocos no contestan; pero otros, sí. Entonces aumenta la agresividad verbal a la que recurren. Siempre hemos esperado de los políticos un lenguaje claro, ágil, conciso, sencillo que nos explique por qué desean llegar a un cargo y cuáles son las soluciones que proponen. Deseamos que los que dirigen y administren concilien, vean el bien común y no los intereses personales y partidistas.