Soy un ciudadano de los que ahora se dice de la tercera edad o, eufemísticamente, un adulto mayor. Como todo ser humano, joven o viejo, luego de la jornada diaria, al caer la noche me retiro a descansar.
El barullo del tráfico callejero ha terminado y mi esposa y yo nos dispondríamos a conciliar el sueño sino fuera porque en realidad no hay silencio: un zumbido continuado y bronco nos acompaña todavía. Pero hablo por todos los vecinos que estamos en la misma situación.
Hace unos pocos meses, primero apareció un carrito simpático que vendía alimentos a los apurados ciudadanos que en la noche regresaban a casa. Luego fueron dos, ahora son hasta 15 ‘Food Trucks’ que se estacionan desde tempranas horas de la tarde, junto a las canchas del Colegio Benalcázar. Casi todos colocan sus generadores a gasolina en la calzada, de manera que conforme la calle se aquieta, el concierto de estas máquinas sigue presente hasta las 11 o 12 de la noche. Las roncas voces de esos aparatos van a través de los espacios entre edificios, espacios que sirven de conductos para llevar el ruido a los sitios donde los desventurados vecinos quisiéramos descansar. A veces se unen las algazaras de los clientes o los ruidos de las motos. Si se llama al 911 los policías colaboran, pero no se puede llamar al 911 todas las noches. Sabemos que hay una norma sobre el ruido, pero es el propio Municipio el que autoriza esas ventas y los dueños de esos negocios no tienen reparos para molestar noche tras noche a los maldormidos vecinos de esa cuadra de un barrio residencial.
Quizá estas palabras muevan corazones para limitar el número de ‘Food Trucks’ a tres o cuatro por cuadra y el horario hasta las 21:00. Decían que se prepara un reglamento para este tipo de negocios. Ojalá allí pongan normas que protejan a los ciudadanos de estos ruidos. Patricio Ortega Carrera