El último arriero

Cuando mi infancia expiraba, en mi querido Nanegal, también lo hacia la existencia del último arriero del noroccidente, como presagio de una nueva era que estaba por comenzar; jinete legendario, rudo, pintoresco y siniestro a la vez, de rostro ajado y mirada inquieta, heredada esta, de su oficio clandestino; mostraba orgulloso su enlodado ropaje, y el caminar encorvado, su piel tostada, por el ardiente sol que alguna vez adoraron los Yumbos, y el cansancio dibujado en su semblante, eran testimonio de que sus cabalgatas eran de leyenda; desde las cornisas andinas hasta la mítica tierra del aguardiente, estos intrépidos forasteros y la recua de mulares pobremente enjaezados, recorrían caminos ocultos que atravesaban el corazón de las montañas, y que burlaban a los custodios estatales, sin más carga que la alforja para su tibio alimento, y el zurrón para su ilegal mercancía; para luego, con el pesar de haber dejado atrás algún equino muerto, cruzar a nado caudalosos ríos que emergían amenazantes desde la garganta de la montañas, y llegar hasta el valle de los Yumbos, donde se asentaba el pueblo, rodeado de su más preciado tesoro, los cañaverales, fuentes de líquido censurado, y que el arriero convirtió en bastiones, cual si fueran puertos, desde donde embarcaba su carga prohibida, y trasladaba furtivamente a la ciudad, al lomo de acémilas; el arribo de este épico personaje a los pueblos, significó una suerte de enlace, entre el futuro y el pasado; el desarrollo y el atraso; lo inmaculado y lo contaminado; sin embargo, su presencia dinamizaba el pobre comercio de la aldea, y coloreaba la pálida y desamparada, pero hermosa atmósfera parroquiana. Un homenaje a mi pueblo, Nanegal, por sus fiestas.

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