El pobre sabe disfrutar de lo que tiene y se siente satisfecho, el rico no se contenta con lo que tiene, sufre y busca tener más, el ambicioso es insaciable, mantiene ardiente el deseo de conseguir poder y riqueza a como dé lugar, busca posición, fama y “prestigio”, la forma no interesa, el fin justifica los medios.
El mundo está lleno de pobres y ricos, pero también de ambiciosos, chupamedias, lambiscones y esbirros, que hacen de la pobreza un sentimiento de lástima para aparecer de justicieros y aprovecharse de ingenuos y necesitados prometiendo lo inimaginable, dicen que en política “se tuesta hasta el granizo”.
El problema del ambicioso no está en el deseo de prosperar ni en la aspiración de mejorar su nivel de vida, está en convertir su existencia en una lucha permanente por tener más, es insaciable, no se inmuta en utilizar la violencia para acumular riqueza, el poder le fascina tanto como la alabanza, la admiración y el encubrimiento personal. La droga más poderosa que destruye la sociedad es la adicción al poder, un borracho nunca acepta el hecho de estar borracho, como un corrupto nunca acepta el hecho de ser corrupto a pesar de las evidencias.
Todos tenemos la oportunidad de escuchar con el momento que hablan ciertos “políticos”, elevan el tono de la voz, hacen gesticulaciones, levantan los brazos en señal de victoria, miran con ternura o con desprecio según la ocasión y el auditorio, la reacción de amigos, súbditos y mediocres no se hace esperar, aplauden a rabiar para contagiar a la muchedumbre y recordar al “líder” que el pueblo le entregó el poder y que hay que retribuir “de alguna manera” el favor.
¿Existe alguna fórmula para desterrar a los adictos al poder? La respuesta la tenemos cada uno de nosotros.