En el 2007, El Vaticano sorprendió con la reforma teológica de la eliminación del limbo, que era una especie de lugar a donde iban las almas de, por ejemplo, pequeños que murieron sin haber sido bautizados.
Yo, personalmente, me enteré de su existencia cuando en una clase de religión, con los curas jesuitas del colegio Gonzaga, se explicaba la singularidad de este sitio que no era el cielo, ni el infierno, ni el purgatorio, una especie de espacio similar a lo que la sociología postestructuralista identifica como el no-lugar. Y ahora que las reformas a la Ley Legislativa se van a publicar, viene nuevamente a cuento el limbo que, en términos parlamentarios, significa un lugar donde algo que es… no es. Me explico.
En el correísmo se fraguó una forma de gobernabilidad a prueba de enemigos políticos. Primero: si algún asambleísta pedía un juicio político, pues este debía esperar a que el Presidente del Parlamento lo pusiera en conocimiento del Consejo de la Administración Legislativa (CAL) lo calificara y lo pasara al Comisión de Fiscalización.
Segundo: la comisión debatía y luego decidía si pasaba al Pleno, si se archivaba y, si no había los votos necesarios, iba al limbo.
En la era correísta tan bien funcionó ese modelo que el chiste interno de la Asamblea era denominar a la Comisión de Fiscalización como la Comisión de Archivo e incluso la Comisión del Limbo.
Pero con las reformas a la Ley Legislativa que están a punto de ser publicadas en el Registro Oficial, las cosas cambian dramáticamente. El Presidente de la Asamblea, que no tenía un plazo para pasar el pedido de juicio al CAL (en el caso del juicio a María Paula Romo se tardó nueve meses y una año para Richard Martínez) ahora tiene cinco días para hacerlo. Luego pasa a la Comisión de Fiscalización para actuar como una especie de sparring, y sin más trabas irá al Pleno. Es decir, de ese trabado diseño para evitar juicios políticos ahora pasaremos al otro extremo. Las consecuencias son obvias, crispación política total.