El cuco
Las elecciones del próximo 7 de febrero tienen un factor determinante: de allí se escogerá, más que un presidente, la política de Estado para que el país pueda levantarse de la crisis económica, agravada por la pandemia del covid-19. El objetivo es complejo, pues la pandemia impone retos a los organizadores de los comicios, a los candidatos y a los votantes. La arista sanitaria lo complica todo.
Sobre los desafíos de los organizadores, está claro que se han limitado a actuar dentro de una legalidad que no les permitió alargar la jornada o dividir los horarios de votación y que no buscaron un consenso social para librarse de la atadura legal. No lo buscaron por estar imbuidos en sus luchas internas. Pudieron pedir una solución desde el Ejecutivo, para que planteara una reforma; pudieron dirigirse a la Corte Constitucional (pero en vez de eso, trataron de utilizarla de réferi en su más reciente disputa con el Tribunal Contencioso Electoral).
Las soluciones del Consejo Nacional Electoral (CNE) son publicar exhortos para que la población respete el distanciamiento social, para que vote en diferentes horarios, y la ampliación del número de recintos electorales. No mucho más.
Los candidatos tampoco han colaborado. Concentraciones sin respetar aforo, discursos sin cubrebocas, distanciamiento nulo…
La realidad es que los ciudadanos llevarán el peso de las decisiones -poco comedidas con la realidad- de los organizadores y el quemeimportismo de los candidatos. En las últimas elecciones presidenciales, el ausentismo fue del 18,3% y 17% en primera y segunda vuelta, respectivamente: los porcentajes más bajos desde el retorno a la democracia. Ahora, por la circunstancia de salubridad, lo más posible es que no serán los mismos.
Ausentismo. Esa palabra es el cuco en esta elección por dos cosas: puede mostrar desinterés frente a la política electoral; o indicaría una forma de cuidar la vida en medio de una pandemia como la del covid-19. La legitimidad de los elegidos también está en juego.