La ciudadanía universal es una categoría demasiado compleja. Sobre todo si de por medio está un gobierno que, con una Asamblea Constituyente, utilizó a este y otros términos como golpes de efecto para proyectar un holograma que hiciera imaginar un aura de respeto a los derechos humanos, pero solo de aquellos que no interpusieran en su ejercicio del poder, como la libertad de expresión y la libertad de asociación, por ejemplo.
Tan ilusoria fue la capacidad del Gobierno de Rafael Correa, creadora de la ciudadanía universal, que a solo cuatro años de la Constitución de Montecristi, impuso el 16 de noviembre del 2015 visas a ciudadanos de 11 países: China -pasaporte vino-, Afganistán, Bangladesh, Eritrea, Etiopía, Kenia, Nepal, Nigeria, Pakistán, Somalia y Senegal.
Es más, el 1 de diciembre del 2015, el Régimen impuso visa a los cubanos que vinieron en masa a Ecuador. Hasta ahí llegó el discurso de puertas abiertas, de nuevo paradigma mundial de movilidad humana. En los 11 primeros casos porque se detectaron personas que probablemente tenían conexiones con grupos irregulares o vinculados a trata de personas. Y en el caso de los cubanos, porque muchos eran personas que no estaban de acuerdo con la política de ese país.
Ahora que se interpuso un requisito de ingreso a los venezolanos, que huyen -huir, no hay otra palabra que defina mejor su situación- del Régimen de Nicolás Maduro, y ahora que el Ejecutivo ha planteado unas reformas a la Ley de Movilidad Humana hay que tener más certezas que las simples suposiciones de unos preceptos etéreos que rijan a esta ley, que fue pensada para un flujo manejable de migrantes, antes del colapso estrepitoso del Estado venezolano.
Ahora es diferente, según la ONU, hay 4 millones de venezolanos desplazados, 500 000 en Ecuador hasta finales de año. Es tiempo de la reforma de la ley que evite los problemas de la migración descontrolada: la xenofobia y el racismo que ya pintan sombra en el país. En fin, algo que nos salve de nuestros demonios.