En la literatura hebrea antigua ya encontramos un relato sobre el modo imperceptible con el cual el abuso se suele adherir al poder. En concreto el abuso sexual, y en concreto al poder total. Esa imperceptibilidad es la característica del mal más perverso, aquel que quien lo genera no es ni siquiera capaz de ver en su real tamaño, ciego, como está, de aquella cruel satisfacción del ego. Sucede con el rey David y sucede con Lydia Tár, la primera mujer –interpretada por una gigante Cate Blanchett– que dirige la orquesta filarmónica de Berlín, por lo que es una celebridad absoluta, y que en determinado momento de la historia será puesta al descubierto. Él había decidido quedarse con la mujer de su mejor amigo, así que envía a este a morir en batalla. Ella hace algo parecido con una antigua colaboradora suya, con quien intuimos hubo también relaciones no solo profesionales (como, de hecho, sucede también con otras tantas personas en el filme; aunque solamente intuimos cosas, y esta es una de las sutilezas de la película). Pero el paralelismo mayor entre David y Tár es la incapacidad para ser conscientes de sus actos, dada la lejanía de ese mundo en el que viven. A David tiene que venir un profeta para, a través de un relato ficticio, despertarle de su confusión. Tár, por su parte, lo hace quizás solo al final, cuando se habla de cómo las relaciones que ella establece son siempre para intercambiar algo, o cuando se encuentra de frente a un vomitivo –literalmente– escaparate de cuerpos. Todd Field ha hecho una película llena de claroscuros, lo que tal vez la convierte en la mejor de las que compiten en los premios Oscar de este año.