Luca (2021)
Tal vez nada, nunca, vuelva a generarnos las emociones de un verano adolescente en la playa. En la última película de Pixar está esa inseguridad por no pertenecer, como la de Giulia, que no es popular porque en realidad vive en Génova con su madre, o la inseguridad de Luca y Alberto, que son… monstruos marinos que cuando pisan tierra toman forma humana. Está la ilusión por conocer todas las cosas posibles, sobre todo el cielo, que da lugar a esa escena en la que en uno de esos momentos de absoluta sintonía, Giulia “regala el universo” a Luca. O está esa incontenible necesidad de nuevas experiencias, para lo que Alberto enseña a Luca a no dejarse llevar por el miedo y a desactivar aquella voz interior bajo el conjuro de: “¡Silencio, Bruno!”. Pixar acierta al dejar de lado esta vez las historias grandilocuentes que buscan, con poca convicción, el sentido de la vida, para volver hacia una historia sencilla, mucho menos adulta, de una amistad entre tres adolescentes en un pueblo costero italiano. Es verdad que, a pesar de que el director es nacido en Italia, la película puede dar la impresión de abundar en clichés y de llenar la cuota de exotismos que se esperarían en el extranjero. Pero su pretensión infantil, también en lo que se refiere a la animación, lo hace todo más leve. Es verdad que la amistad entre los tres se construye con gestos demasiado heroicos, pero sus fricciones lo hacen todo más cercano, generadas por heridas y celos cotidianos. Queremos más Pixar de personajes divertidos, más Pixar de historias pequeñas. Al final, mientras vemos a Giulia, Luca y a Alberto cambiar un poco sus vidas, sabemos que acaban de vivir uno de sus últimos veranos. Pero es un secreto que no queremos que lo sepan.