Por suerte llegó Sofía Coppola: si no es para salvarme, al menos sí para hacer menos fatigosa mi búsqueda de la mejor película del año pasado. Y ya es febrero. Coppola llegó con una de esas ligeras comedias sofisticadas, en una Nueva York de ricos, con importantes temas escondidos entre cócteles en bares de lujo. Laura es una escritora que probablemente ha llegado a su crisis de los 40. Tiene un bloqueo creativo, sus pequeñas hijas absorben su tiempo y cree tener indicios de que su esposo la traiciona. Ella –una adorable Rashida Jones de jeans y camiseta eternos– piensa que ya no es una mujer interesante. Sin quererlo demasiado, involucra en las sospechas a su divorciado padre, un millonario dandi mujeriego, quien la arrastra a una investigación detectivesca. En el proceso, mientras aconseja a su hija en crisis, él –siempre con un tono cautivador y pseudocientífico de Bill Murray– suelta continuas peroratas biológicas sobre la necesidad natural del macho por reproducirse con lo que tiene al paso. De frente a este consuelo Laura se pregunta: ¿es que no pueden ser monógamos los hombres?, ¿existe un matrimonio que pueda mantener su compromiso? Dicho así suena serio. Pero en manos de Coppola todo es “on the rocks”. Es la muestra de que una historia puede ser ligera e inteligente a la vez; un personaje puede ser a la vez estúpido y amable. Coppola no salva el año –ni tiene la mínima intención de hacerlo– pero sí nos hace olvidar la escasez por un rato.