Cuando el cine quiere remontarse hacia atrás, a alguna época paradigmática del mundo del espectáculo, la actitud común es la nostalgia. Visitar lo que se ha perdido. Lamentar el paso del tiempo. Pero la película que Edgar Wright estrenó justo hace un año en el Festival de Venecia hace aparentemente lo contrario. Eloise es una inocente chica de campo que, por influencia de su abuela, adora la cultura británica de los sesenta: los shows, las películas, la moda y, sobre todo, la música. En la primera escena vemos cómo se cumple su sueño al recibir una beca para estudiar diseño textil en Londres. Pero, rápidamente, lo que parecería ser una historia de entrada en la adultez –que se beneficia de la dulcísima de Thomasin McKenzie enfrentada a las hostiles bullies de ciudad– pasa a ser un drama psicológico sobre el doble, y termina siendo una sangrienta película de terror clásico. En este caso, el cine destruye la nostalgia: pone esa fantasía de Eloise por Soho en su crudo lugar, llenándolo –literalmente– de fantasmas, abusos y sangre. Pero es este aspecto político de la película, que mira sin comodidad la prostitución y la cosificación de la mujer, lo que la hace interesante. Claro, todo envuelto en mucha música, mucha moda y, paradójicamente, mucha nostalgia. Como bien dijo Raúl Álvarez en Cine Divergente: “Es pop en el más amplio sentido de la palabra: puro goce. Y, claro, su reflejo: pura pena”.