No tenía idea de quién era Fred Rogers, un amado presentador americano de programas infantiles. Mucho menos sabía quién era el periodista de la revista Esquire que aceptó a regañadientes escribir un rutinario texto biográfico sobre él. Justamente de ambos va la película, siguiendo el esquema típico de una amistad casual que contribuye a que el segundo de ellos enfrente ciertos conflictos personales; y para esto, también a regañadientes, el periodista tiene que ejercitar los consejos que da Mr. Rogers (Tom Hanks) a los pequeños sobre comprender sus emociones, verbalizarlas y gestionarlas. Todos estos factores –sobre todo el retrato de una especie de santo en vida– pueden caer fácilmente en un abismo de cursilería, pero Marielle Heller consigue la hazaña de no despeñarse. Por si fuera poco, también cumple delicadísimamente su objetivo de construir personajes masculinos que tengan que lidiar con su masculinidad. En cierto momento, el periodista, escéptico por oficio y convicción, pregunta a la esposa de Rogers cómo hace este para soportar el peso de ser bueno con las personas. Ella responde algo extraño: reza por ellas. Con nombres y apellidos. Si nos descuidamos, puede resultar que ese sea el peculiar truco que el personaje de Hanks –nominado a los Oscar como mejor actor de reparto– utiliza en el guion para el desenlace final. Y también el que utilizó Heller para salvar su película.