Después del evento Barbie (2023), sigue en pie el axioma que sostiene que Greta Gerwig hace todo bien. Que sea la primera mujer en recaudar más de mil millones de dólares es lo de menos, al lado de confirmarse como una cineasta que no reniega de su inteligencia al internarse en el peligroso territorio del blockbuster o de las caricias a lo políticamente correcto. La trama es conocida: una Barbie en crisis sale al mundo real, mientras, en sentido contrario, su compañero Ken vuelve al mundo-barbie habiendo aprendido de nosotros las bondades del patriarcado. Si el guion no es impecable, lo suple con buenas dosis de humor irónico hacia unos y otros. Al tirar del hilo, la que mueve toda la trama es Gloria, una mamá real también en crisis (esta es la crisis originaria, que se refleja en la muñeca), mientras añora la existencia de una barbie normal. Llega a ser explícito al final, cuando Gloria propone al CEO de Mattel la creación de la muñeca. Los momentos más emotivos, que se alinean con esta añoranza, son precisamente aquellos en los que brilla lo humano: cuando Barbie ve la belleza en una anciana, recuerdos de momentos de alegría familiar, una visita final al ginecólogo. Sin embargo, nunca desaparece la impresión de que, como siempre, estemos ante el producto de un cálculo financiero, tal como sucede dentro de la misma película, en donde es un informe económico el que decide la creación de Barbie-normal, no un gesto de responsabilidad social. ¿Es Greta Gerwig cómplice del lavado de imagen de Mattel? ¿Está perfectamente dosificada la autocrítica para dar la impresión de honestidad? ¿Es verdad que Barbie –como sostiene su fundadora en la película– siempre ha seguido su curso en libertad, sin un determinismo capitalista detrás? ¿Cómo se mantiene ese equilibrio entre comer y morder astutamente la mano que te da de comer?