La tasa de muertes por accidentes de tránsito crece cada año en el Ecuador. Una de las causas es la inobservancia de las normas, según informa la FIA. También hay que mencionar la impericia, la embriaguez y la idiosincrasia, que se resumen en una: falta de responsabilidad. ¿Qué hacer frente a esta situación que añade más elementos a la inseguridad que vivimos? Una propuesta.
No quiero abundar en cifras. El Comercio en sendos reportajes ha publicado la dimensión de esta pandemia –reconocida por la Organización Mundial de la Salud-, que nos provoca escalofríos y sobresaltos al preguntarnos: ‘¿cuándo me tocará estar en una lista de muertos y heridos por accidentes de tránsito?’
En efecto, nadie está seguro al salir a la calle. Si tomamos un taxi debemos tener cuidado si los choferes ponen el taxímetro, y nos llevan por buen camino; si subimos en un trole nos tratan como sardinas y hay que estar muy atentos ante los robos frecuentes de carteras y celulares; y si decidimos viajar en un bus interprovincial -¡Dios me libre!-: las buenas carreteras han sido pretextos para viajar rápido…hasta la otra vida. Un poco de historia.
El mundo de ayer y hoy
Hasta mediados del siglo XX, todo el mundo se movía en semovientes –animales-, carretas y carruajes. Luego llegaron las bicicletas y motos, y más tarde los vehículos a motor, con los cuales se revolucionó literalmente la sociedad. Nacieron los transportes a gasolina y diesel, que compitieron y triunfaron sobre los ferrocarriles. Y los caminos se convirtieron en carreteras, y las carreteras en autopistas.
El mundo de ayer, tranquilo y sereno, se transformó en pocos años, gracias a la industria automovilística, en un espacio ruidoso, contaminante y rápido. Y aparecieron nuevas profesiones – de mecánicos y choferes- y negocios de lubricantes, partes automotrices, aseguradoras y vendedores de autos usados y nuevos. ¡El confort al estado puro!
Enfermedad global
No obstante, el confort llevó a la humanidad a afrontar una enfermedad global: la denominada accidentología. La Organización Mundial de la Salud (OMS) considera que todos los países del mundo están frente a una verdadera pandemia, de escala universal. La accidentología está calificada como enfermedad; es decir, como una patología, que merece un diagnóstico, un tratamiento y algunas estrategias multidisciplinares para su atención, que incumben no solamente a los conductores y peatones sino a todos los Estados.
Según esas informaciones, cada año mueren 1.3 millones de personas que causan lesiones a 50 millones, cifras superiores a la malaria. En América Latina se registran 120 000 muertes al año en las vías, y los más afectados son los niños y niñas.
Estrategias fallidas
Han surgido estrategias para superar las causas de esta pandemia universal. En el ámbito nacional existen leyes. El problema es que no se aplican, o si se aplican surge una enmarañada de trámites que dan por resultado la impunidad: ¡el remedio peor que la enfermedad!
También se habla de las escuelas de capacitación de los choferes y la entrega de credenciales, como causa inmediata de esta tragedia, así como el afán de lucro de este ‘servicio público’ que, supuestamente, se auto controla por el número de vueltas, turnos y tiempos que tienden a asegurar la ‘sustentabilidad’.
Otra causa no menos preocupante es la fatiga y estrés de los choferes, que deben trabajar jornadas de diez y doce horas diarias, en condiciones de riesgo para sí mismos y para los pasajeros que se suben en un autobús que ofrece un servicio de ‘primera y de lujo’, y es todo lo contrario: ¡un viaje a la incertidumbre y la muerte!
A los puntos anteriores se añade lo archisabido: impericia, velocidad, embriaguez, agresión, incultura… En suma, irresponsabilidad, falta de nociones básicas de educación y respeto a la vida.
Declarar una emergencia
El Estado –por norma constitucional- debe garantizar el derecho a la vida. Por lo tanto, la institucionalidad tiene una corresponsabilidad con esta tragedia. Los ministerios de transporte, salud, educación, seguridad, buen vivir e inclusión deben participar activamente para articular una política seria de seguridad en los transportes, y organizar programas integrados con participación obligatoria de la ciudadanía.
Los mecanismos ejecutados hasta aquí –los corazones azules, experiencia positiva y emulada en algunos países-, las campañas de educación vial, los llamados de atención, la disminución de puntos en las licencias de manejo, la aplicación del SOAT… han servicio de algo, pero la racha de accidentes va en aumento.
En este contexto, no está demás organizar a la sociedad civil para atacar este mal. La educación preventiva y los medios de comunicación pueden intervenir para frenar la irresponsabilidad, la imprudencia y los perjuicios en las personas y sus bienes. E ir más allá de campañas publicitarias. ¿Qué hacen los medios públicos sobre esta materia? ¿Qué tal señor Elhers si su campaña del Buen Vivir incluye, con la urgencia del caso, este tema para lograr la felicidad entre los ecuatorianos?
La intervención interdisciplinaria es útil: los pedagogos con sistemas de enseñanza y aprendizaje orientados a formar una ciudadanía responsable; los psicólogos con los mecanismos de comportamiento individual y social; los sociólogos y antropólogos con sus modelos de investigación e intervención sociales; los abogados, jueces y legisladores en el campo jurídico tanto sustantivo como adjetivo; los policías y los esquemas de seguridad vial; los médicos y sus tratamientos contra el estrés, la ansiedad, la neurosis y otras enfermedades de la fauna urbana –perdón, cultura urbana-.
Y los políticos, ¿cuándo se ponen de acuerdo? ¿Quién podría oponerse a un proyecto nacional de seguridad en las vías? Señor Presidente Correa: ¿pensaría usted en declarar una emergencia para atender este desangre nacional?