La participación de los deportistas ecuatorianos en los Juegos Olímpicos de Tokio aún nos tiene alucinados. Neisi Dajomes, Richard Carapaz, Tamara Salazar, Angie Paola Palacios, Alfredo Campo, Lucía Yépez y Luisa Valverde nos dieron medallas y diplomas, pero sobre todo mostraron al mundo la perseverancia y persistencia para alcanzar metas, incluso en medio de adversidades y carencias.
Esas enseñanzas son invalorables para la sociedad, porque el deporte ha mostrado su esencia, a través de ellos -y también de otros atletas que compitieron en los Juegos Olímpicos de Tokio- que en su mayoría se aleccionaron a su práctica para encontrar una ventana de subsistencia para sus familias.
En medio del regocijo también se volvió a evidenciar esa avejentada forma de hacer dirigencia deportiva, en la que usualmente primero se alinean los directivos y después el deportista. Eso es absurdo. Es hora de desterrarlo.
Hay la obligación de replantear la organización del deporte en Ecuador, dar prioridad a quienes están en el Alto Rendimiento, a las nuevas generaciones y, sobre todo, reestructurar la Ley del Deporte, en la que se reincorporen las actividades escolares, colegiales y universitarias, que pudieran ser impulso para encontrar otros talentos en todas las disciplinas, como en otros países; también incorporar asistencia científica, que vaya de la mano con el crecimiento del deportista.
A su vez, el Ministro del Deporte (Sebastián Palacios) está en la obligación de transparentar el dinero que destina a las federaciones nacionales y provinciales, entes que operan con recursos del Estado.