Se abrazan. Lloran. Están temerosos. Pero dicen que lo harán otra vez, que viajarán nuevamente y que intentarán llegar sin documentos a los Estados Unidos. Sí. Solamente es cuestión de pararse en las afueras del aeropuerto de Guayaquil y escuchar los crudos testimonios de los ecuatorianos deportados desde la zona fronteriza estadounidense.
Llegan apenas con pequeñas bolsas y muchos lo hacen con los uniformes que usaron en las cárceles hasta ser expulsados. Sus pocas pertenencias se las robaron los coyoteros. No tienen nada, solo una millonaria deuda que arrastran con las mafias que trafican migrantes.
¿Qué hace el Estado para protegerlos? ¿Tiene un registro de quienes retornan? ¿Reciben ayuda? Pareciera que no.
Por eso intentan una y otra vez el viaje. No les importa cruzar el desierto hasta Texas, enfrentarse a los narcotraficantes, a los sicarios, a los estafadores.
Desafían las rutas inhóspitas por Bahamas. Cinco ecuatorianos están desaparecidos en alta mar. No hay rastros de ellos. Sus hijos se quedaron en Ecuador. La única esperanza de saber que están vivos es recibir un mensaje en el WhatsApp. 16 días después del último contacto aún esperan que lo hagan.
El país entero debería movilizarse ante semejante tragedia, pero no. Las autoridades no reaccionan. Solo envían a su personal al aeropuerto para que entreguen galletas y jugos a los expulsados. Parece anécdota, pero no lo es.
Sin políticas para ellos, el problema seguirá y crecerá. En el 2019, los deportados regresaban cada 15 días, en un solo vuelo. El año pasado, la cifra creció y volvieron cada semana. Desde febrero pasado se registran hasta dos vuelos semanales. Entre enero y el 15 de marzo ya han retornado 850 compatriotas. En el 2020 fueron 2 776.
Muchos seguirán llegando. Quienes ya están en el país saben que en la frontera entre México y los Estados Unidos hay más ecuatorianos retenidos. Sus historias golpean. Dicen que los policías solo les alimentan con un taco frío por la noche y otro por la mañana.
¿Por qué se van del país? No tienen trabajo. Los campos no son productivos. No hay dinero para sembrar las tierras. Las respuestas son reales. El problema es de fondo, no es asunto de coyoteros.
Esas mafias son la secuela y un círculo de descuido de la situación de los pobladores. Abusan de la desesperación. Hay que combatirlos, claro. El Código Penal (art. 213) sanciona el tráfico de migrantes con cárcel de hasta 13 años. Pero la solución no es solo policial y judicial.
También tiene que ver con la desatención en educación, en salud, con la entrega de créditos para pequeños productores. Hay que atenuar los viajes en condiciones extremas, en escenarios que ponen en riesgo cientos de vidas.
EE.UU. ha dicho que reformará las restrictivas políticas que estructuró Donald Trump, pero eso tampoco implica puertas abiertas para todos. Por hoy se analizan cambios que beneficien a unos 12 millones de migrantes que por décadas viven allí sin papeles. El presidente Joe Biden fue claro en su mensaje: “no vengan; quédense en sus pueblos”.