La violencia espeluzna e indigna. En solo una semana, el país conoció cómo una joven fue agredida sexualmente por siete personas en Ibarra, cómo un religioso es sometido a indagaciones por abusar de una menor y cómo una mujer fue apuñalada mortalmente en plena calle y en presencia de los vecinos de Quito.
Las cifras alarman. El año pasado, las oficinas judiciales que operan en el país recibieron un promedio de 1 511 denuncias al mes.
Solo en enero pasado, la Fiscalía reportó a escala nacional 10 quejas diarias por violación, 14 por abuso, 3 por acoso, entre otros.
Lejos de buscar grandes soluciones a esta grave problemática, la Defensoría del Pueblo, como parte del Sistema Integral de Prevención y Erradicación de la Violencia, denunció que en este año tendrá un recorte de 1,5 millones para trabajar en este tema.
Sus técnicos están claros que existen tareas que sí pueden cumplir, pese a las limitaciones presupuestarias. Pero se ven limitados cuando necesitan personal especializado para atender a la mujer agredida.
El Estado está obligado a trabajar en la prevención. Caso contrario solo reaccionarán ante los femicidios, como ocurrió en el caso de Pisulí. Tuvo que perder la vida una mujer, para que los jueces interpongan seis medidas de protección para su familia.
¿Por qué no lo hicieron antes? Los policías ya tuvieron dos llamados de emergencia (la última fue el 31 de diciembre pasado). Los vecinos dicen que los policías entraron a la casa de la agredida y salieron de inmediato.
Los agentes comunitarios han sido cuestionados en los barrios. Las afectadas aseguran que llegan tarde a los llamados, que solamente piden al agresor que abandone la casa, que no hacen el seguimiento a las denuncias, que no ayudan a poner la denuncia ni acompañan para hacerse atender médicamente.
¿Qué sucedió con el anuncio pomposo de reentrenar a los agentes? ¿Solo hay que prepararlos en tiro? ¿Y la prevención del delito? Cuatro grupos muestran que en 2018 hubo 88 femicidios. Hay que frenar esta violencia.