Saudade es una palabra de origen portugués que en español está asociada a la idea de nostalgia y añoranza. Es precisamente ese sentimiento de saudade el que ahora me invade cuando pienso en los diccionarios; en la relación de amor y odio que tenemos con ellos; y en lo cercanos que fueron para la generación que creció en la década de los años 90.
En la casa de mi infancia los libros de literatura escaseaban, pero lo que sí existía en abundancia eran las enciclopedias. Recuerdo una de tapa gruesa y color dorado; 27 tomos en los que estaba guardado todo el mundo, de la A a la Z. Asimismo, había una colección importante de diccionarios, el que más añoro es el ‘Pequeño Larousse Ilustrado’.
Ese libro gordo y de pasta roja sobrevivió a una hermana menor que rayaba y dibujaba en el libro que se cruzara en su camino, a mudanzas y a pequeños abandonos. De tanto en tanto aparecía en mi escritorio. A veces lo abría para consultar el significado de una palabra mientras hacía la tarea escolar, y otras lo abría al azar solo para ver sus ilustraciones y sus mapas.
Esta saudade por los diccionarios comenzó hace unas semanas cuando llegó a mis manos el ‘Diccionario del Uso Correcto del Español en el Ecuador’, de Susana Cordero de Espinosa, una tercera edición revisada y aumentada, cuyo apéndice y suplementos lexicográficos son una maravilla.
Entre los mundos a los que vuelve la directora de la Academia Ecuatoriana de la Lengua en estos apartados está el de los diminutivos; palabras rechazas por los cultores de las buenas formas, que han señalado que su uso está relacionado con algún complejo de inferioridad de los ecuatorianos, pero nada más falso que esa idea.
Cordero nos recuerda que estas palabras indican pequeñez, pero también afecto y cariño. En ese contexto, los ecuatorianos tenemos que reconocer que somos seres bastante afectuosos y cariñosos porque nuestra vida cotidiana está llena de palabras como mamita, ñañito, cafecito, casita, arbolito o solecito y de otras menos usadas, pero que se siguen enunciando, como pozuelo o plazuela.
Asimismo, está la lista de nombres de diversas formas de adivinación, con sus definiciones correspondientes. Ahí aparecen términos como onomancia u onomancía: arte que pretende adivinar, por el nombre de una persona, la dicha o desgracia que le ha de suceder; o la alectomancia: adivinación del porvenir por el canto del gallo al amanecer, o por la piedra de su hígado.
Cordero también nos recuerda, atención a los amantes del juego Páreme la mano, que hay nombres y adjetivos de color poco conocidos como el alazán: color más o menos rojo, o muy parecido al de la canela; amaranto: procede del griego amarantos, ‘lo que no se marchita’; o céreo: color de cera.
En relación a los suplementos lexicográficos, Cordero incorpora palabras que tienen que ver con una aproximación a la música nacional, a la diversidad de género y un glosario informático.
Entonces, volver a los diccionarios tiene sentido cuando uno se encuentra con palabras como borrego, que no tiene que ver con el animal, sino con la danza de Azuay y Cañar que se baila durante la fiesta de Corpus, por danzantes que se visten con atuendo de piel de oveja; o transfobia: aversión a las realidades trans o las personas trans.
Volver a los diccionarios, pero no con una mirada académica o escolar, sino regresar a ellos para recordar, para redescubrir, para tejer nuevos vínculos con la realidad y para sentir saudade, porque al final del día somos todo que añoramos.