‘La ley del menor’
Adam es un adolescente británico de 17 años que está dispuesto a morir por su fe. Tiene cáncer y los doctores de la clínica en la que está internado han determinado que si en las próximas 48 horas no recibe una transfusión de sangre morirá. Él, al igual que sus padres, es Testigo de Jehová. Si ellos autorizan la transfusión serán desasociados (separados) de su culto religioso, en el que está prohibida esta práctica médica.
Este joven, con inclinaciones artísticas -escribe poesía y está aprendiendo a tocar el violín- es uno de los protagonistas de ‘La ley del menor’, un libro escrito por Ian McEwan (Reino Unido, 1948) en el que se debate, desde la ficción, la importancia del cuidado del bienestar de los menores de edad, más allá de las creencias religiosas que ellos o su familia profesen.
¿Adam en realidad quiere morir?, ¿el temor al castigo que recibirá por parte de los miembros de su culto es más fuerte que su miedo a la muerte? Para dilucidar estas incógnitas aparece Fiona, una jueza de los tribunales londinenses, con décadas de experiencia en sentencias sobre casos, en los que las creencias de una religión- desde el judaísmo ortodoxo hasta el anglicanismo moderno- se han querido imponer sobre los derechos que tienen los menores de edad.
Fiona es uno de los personajes memorables de la literatura de McEwan. En ella se conjuga la preparación, lucidez y el buen juicio que cualquiera de nosotros aspiraría que tenga un juez dentro y fuera de un tribunal. Uno de los pasajes que muestra, con claridad, esta aseveración es la charla que tiene con el padre de Adam, en la que le consulta si sabe cuándo se ordenó a los Testigos de Jehová rechazar las transfusiones de sangre.
A la pregunta de la jueza, el padre de Adam responde que eso está escrito en el Génesis y que data de la Creación. De inmediato ella replica: “Data de 1945, señor Henry. Hasta entonces era perfectamente aceptable. ¿Le satisface una situación en que en los tiempos modernos un comité de Brooklyn ha decidido la suerte de su hijo?”.
La inteligencia y mesura con la que Fiona maneja los entretelones de su vida profesional se extienden a su vida personal. Incluso en los momentos más álgidos de un matrimonio en crisis, ella afronta las cosas con la calma y la sabiduría que quizá solo llega con el paso del tiempo. Claro, eso no evita que la relación que tiene con su marido esté poblada de silencios y distancias, situaciones que en distintos pasajes de la narración parecen insalvables.
Fiona al igual que McEwan es una librepensadora. Un personaje que recuerda al lector la importancia de que los jueces tomen decisiones alejadas de sus filiaciones políticas y religiosas, más aún cuando se trata de defender la vida de un menor de edad y de precautelar su bienestar.
Antes de conocer a Fiona, a Adam nadie le había ofrecido la posibilidad de pensar de manera independiente. En su caso porque La Atalaya dice que Satanás es el que lo promueve. Finalmente lo único que él quiere, como todos nosotros a los 17 años, es encontrarle un sentido a su existencia.