Comentarista
@guapodelabarra
La final de la Copa Libertadores entre equipos de un mismo país debería ser motivo de enorme alegría, una prueba de superioridad regional incontestable y la oportunidad inmejorable para organizar una fiesta que demuestre al mundo lo mejor de la nación. Bien llevado, hasta puede dar paso a una gran campaña de turismo. Pero no: en realidad, la clasificación de BocaJuniorsy River Plate a los partidos decisivos del máximo torneo sudamericano solamente ha revelado que la violencia en los estadios de fútbol y sus alrededores se volvió un virus invencible.
En un anuncio que causó mas ternura que nada por su abierta ingenuidad, el presidente Mauricio Macri quiso ver barras visitantes en los estadios de las finales y mandar una señal al mundo de que existe algo de civilidad en Argentina, donde hace cinco años solo los hinchas del equipo local tienen acceso al estadio. Macri quería un gesto de paz, que también fuera propagandístico y panfletario, pero de reconciliación. Lo que recibió fue la negativa absoluta y la constatación de que pedía un imposible, pues en esos cinco años no se trabajó para nada en capacitar a directivos e hinchas ni en reducir la violencia en el fútbol.
Si el presidente de un país, quien es comandante en jefe de la milicia y la policía, no puede garantizar que exista paz entre dos bandos en un evento de esa magnitud, pues nadie puede. Eso solo se logrará con tiempo, con trabajo meticuloso en colegios, barrios, clubes y barras. La final de la Copa es una derrota para la paz, gane quien gane.