El 2020 ha sido el peor año para el sector petrolero en los últimos diez años y eso tuvo un impacto directo en las finanzas públicas. Hasta noviembre de este año los ingresos por venta de crudo y derivados llegaron a USD 500 millones, el monto más bajo en la década.
Varios factores explican este desempeño. Por un lado, están elementos coyunturales como la baja del precio internacional del crudo debido al menor consumo de combustibles por la paralización de actividades, en especial de servicios, que supone la pandemia. Y, la rotura de los oleoductos que frenaron temporalmente los envíos en abril por la erosión del río Coca, en la Amazonía.
Pero también hay elementos estructurales que afectan el desempeño del sector, principalmente una política petrolera que se arrastra desde el Gobierno anterior. Ese modelo puso énfasis en el rol del Estado, a costa de una mayor inversión privada que pueda sostener el desarrollo del sector sobre todo en un escenario de precios bajos.
El Estado impuso nuevos contratos con el objetivo de obtener la mayor renta posible. El juego de suma cero: el Estado gana lo que pierden los privados. El nuevo modelo no gustó a las petroleras. Algunas como Petrobras, Perenco, Burllington dejaron el país. El Estado quedó a cargo del 79% del sector.
Pero la actividad hidrocarburífera requiere de grandes inversiones y hoy el Fisco no tiene recursos, por lo que prioriza gastos y el sector petrolero pasa a segundo plano.
Ishpingo, donde se esperaba obtener 11 000 barriles diarios desde octubre, se aplazó hasta agosto del siguiente año por falta de recursos. El Central proyecta que el sector cerrará con una caída del 11% este año y tendrá una tibia recuperación del 3,5% en el 2021.
El petróleo es una fuente de recursos, de la cual depende el Fisco y la balanza comercial. Pero también nos garantiza la seguridad energética, es decir, la gasolina de los autos, la energía para las industrias y, en menor medida, la luz de los hogares. El país debe repensar a la actividad de forma más integral.