La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) lo precisa: La corrupción es un fenómeno caracterizado por el abuso o desviación del poder encomendado, que desplaza el interés público por un beneficio privado (personal o para un tercero), y que daña la institucionalidad democrática, el Estado de Derecho y afecta el acceso a los derechos humanos.
¿Derechos humanos? Sí. La corrupción impacta directamente en la satisfacción de la obligación de los Estados -precisa la CIDH- de destinar hasta el máximo de sus recursos disponibles para garantizar el goce y ejercicio de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales de los distintos grupos en situación de vulnerabilidad o discriminación.
¿Estado? ¿Obligación? Ecuador, mayo del 2020. Es impresentable que en medio de una pandemia, con ya miles de vidas segadas y semáforos aún en rojo, funcionarios de Estado usen recursos públicos para pagar hasta seis veces más el precio de mercado por la compra de insumos de salud para hospitales y manejo de cadáveres. Y que, por la crisis, autoridades dispongan recortes presupuestarios (en educación, por ejemplo) y ajustes salariales.
Señores, la corrupción socava la institucionalidad y sus efectos parecen inevitables: impunidad, ajuste fiscal, círculo vicioso. Un dato: En Ecuador hay tres veces más víctimas de corrupción que en Uruguay y Chile; el doble que en Brasil, Colombia o El Salvador; más que en Argentina y Perú. El Barómetro de las Américas 2018-2019 lo refiere. Más aún: Uno de cada cuatro ecuatorianos la “justifica”. Ese nivel de tolerancia no existe ni en México, Nicaragua, Colombia, Perú, Brasil o Argentina.
Desde marzo 17, con estado de excepción por el covid-19, en Ecuador se han registrado 620 contratos públicos por régimen especial. No todos se han concertado, pero entre los que siguen en curso hay hasta campañas de imagen, propaganda. Que un Estado -quebrado- no derroche parece elemental. Pasar la factura a los vulnerables solo desnuda el cinismo.