Otro de los tantos debates de los tiempos lo trajo el coronavirus escondido en las aristas puntiagudas del contagio y de la muerte.
Varios dilemas se vuelven a reformular, como si el complejo mundo que vivimos no tuviese bastantes y abismales, ya.
Al hambre, la pobreza y el desempleo le llegan nuevos ejércitos de desocupados.
A los efectos del calentamiento global le tapan toneladas de desechos de los insumos hospitalarios y mascarillas dadas de baja.
A la libertad coartada en una parte del planeta por aspectos étnicos, religiosos, culturales y de dominación, le sobreviene esta tensión entre la libertad y la contención.
La noticia de las masas que protestaban contra las mascarillas ayer en Berlín junto a la represión para disolver la marcha, afecta tanto contra la libertad individual cuanto la aglomeración afecta a la salud.
Parece un dilema sin solución entre libertad de elegir y responsabilidad de contagiar.
No tiene salida, esa preciada libertad…
Recuerdo que luego de los atentados terroristas en la estación madrileña de Atocha, estallaron algunas bombas en Londres.
Entonces se habló de sembrar las ciudades de cámaras de vigilancia. Se procedió.
Muchos aceptaron en nombre de la seguridad de la mayoría. Otros, lo consideran como una afrenta la libertad individual.
Hoy, con las protestas en Berlín o Cataluña, con los norteamericanos que hacen fiestas sin máscaras, lo mismo en el gran imperio que en el ecuatorial Quitumbe, el debate está servido.
Con una economía contraída que brega fuerte por volver a la dinámica del comercio personal, otra parte de la población sucumbe por el contagio y la muerte y, como se recuerda en la fábula del labrador y la peste, a veces puede más el miedo que el propio virus.
Tanto arrebato arrogante de mandatarios que se creen inmortales hace daño.
También es verdad que el mundo no puede vivir paralizado, mientras los más pobres se quedan sin pan ni trabajo y cuando salga la vacuna, si sale, acaso no tendrán para comprarla.