La navegación en la pequeña embarcación Sea Watch 3 se había convertido en un infierno. El 12 de junio medio centenar de náufragos arribaron a la nave. Ellos venían de Libia y querían conquistar a cualquier precio el desconocido y ansiado continente europeo.
El drama de las pateras que sucumben a las olas del mar Mediterráneo es común. La noticia solo registra números de náufragos, cadáveres, mujeres, niños y hombres anónimos que escriben muchas veces la última página de su lúgubre historia de vida. Y de muerte.
Cuando alguien se arriesga a dejar su pueblo atrás, una extraña sicología le acompaña. Dejar a los seres queridos, a los amigos de la infancia, a la tierra que les vio nacer, y a las pocas o muchas pertenencias es una decisión valiente. Los ecuatorianos sabemos bien la historia desgarradora de los emigrantes.
Europa escribe su propia historia con largas y conmovedoras corrientes migratorias. Los hijos de la guerra de Siria que pasan por Turquía han generado una crisis humanitaria sin precedentes.
El Mediterráneo ha sido siempre motivo de vínculo y separación. Por allí navegaron aventureros y ejércitos impresionantes para conquistar las colonias e imponer por la fuerza las ideas y la expansión humana.
Los países del norte de África han sido historia de miseria y sus hijos se han echado al mar. Las costas de España, Francia, Italia, Grecia y otros países han recibido a miles de seres humanos con una mano huesuda y estirada y unos ojos que imploran solidaridad.
Muchos se han insertado en el esquema laboral europeo, otros son explotados miserablemente, muchos se dedican a la delincuencia y la prostitución. Son los pobres del mundo.
Europa pone trabas, impotente para acoger a tantas personas. La capitana optó por atracar en Lampedusa, Italia, el 29 de junio. Fue a la cárcel pero una jueza la liberó. Carola Rackete, de 31 años, sacrificó su libertad, no quiso ver a varios de los náufragos lanzarse al vació del mar, en la noche sin saber nadar. Otra contradicción entre ley, seguridad y vida.