¿Se irán, en realidad, los Castro?

El Che Guevara con Raúl y Fidel Castro en La Habana, Cuba, 1961. Foto: @ Granma_digital

El Che Guevara con Raúl y Fidel Castro en La Habana, Cuba, 1961. Foto: @ Granma_digital

El Che Guevara con Raúl y Fidel Castro en La Habana, Cuba, 1961. Foto: @ Granma_digital

Desde aquel ya lejano 1° de enero de 1959, cuando al cabo de una insurgencia armada de veinticinco meses los “barbudos” entraron triunfantes en La Habana, Fidel y Raúl Castro, los comandantes de esa gesta valerosa e intrépida, fueron siempre los guías, conductores y símbolos de la revolución socialista que ellos emprendieron y que jamás dejaron de dirigir. Jamás. Ni siquiera cuando, en octubre de 2019, Mario Díaz-Canel asumió la Presidencia de Cuba, en lo que fue presentado como un relevo generacional genuino e irreversible. Relevo que, en la práctica, nunca ocurrió: Raúl Castro siguió mandando.

Incluso en sus formas, ese relevo fue apático y burocrático, sin los tonos épicos que la Revolución Cubana dio siempre a sus actos. Fue, más bien, una posesión presidencial “sin gracia ni romance”, según la descripción que hizo Yoani Sánchez, la más lúcida y valiente periodista cubana. Tampoco podía esperarse mucho de Díaz-Canel: él era nada más que un ‘apparátchik’ gris pero leal, que hizo toda su carrera como funcionario del Partido Comunista y, aunque nunca fue militar, su proceder fue siempre obediente y no deliberante, lo que le permitió subir paso a paso en la estructura partidista, hasta ganarse la predilección de Castro.

Como presidente, siguió sometido a las decisiones de Raúl, de quien dijo -el día mismo de su posesión- que, “como primer secretario del Partido, encabezará las decisiones de mayor trascendencia”. Y, dada la ortodoxia marxista de Castro (quien, con el ‘Che’ Guevara, habrían sido los dos únicos comunistas de la primera fila de combatientes en la Sierra Maestra), Cuba no dio bajo la presidencia de Díaz-Canel ni un solo paso significativo en la apertura política y económica que el Gobierno cubano había anunciado tras el colapso de Venezuela, el país que lo sostenía y subsidiaba. Es que, desde la revolución de 1959, Cuba siempre necesitó apoyos externos para sobrevivir.

En noviembre de 2016, cuando murió su hermano Fidel, Raúl Castro inició una apertura tímida y cautelosa, que no pretendía una liberalización o, al menos, una leve modernización, sino tan solo incorporar ciertas prácticas de mercado para tratar de salvar el sistema socialista. Pero el “trabajo por cuenta propia”, el eufemismo usado para no reconocer que había recurrido a técnicas capitalistas, pronto fue reprimido, por temor a que la expansión de la economía ciudadana, en detrimento de la estatal, terminara por mermarle poder al Gobierno. Para entonces, Cuba tenía medio millón de trabajadores autónomos y cuatrocientas cooperativas manejadas como pequeñas empresas.

El paso al costado de Castro, dejándole la presidencia a Díaz-Canel, parecía ser una maniobra política para que sea la nueva generación, y no la vieja guardia, la que asumiera el riesgo de intentar una apertura. Se suponía, incluso, que el modelo sería Vietnam, donde en 1986, cuando la economía socialista había causado una hambruna generalizada y la huida de millones de personas, el Gobierno decidió abrir la economía aunque sin renunciar al monopolio del poder político del partido Comunista. Fue la era ‘Doi Moi’, la era de la ‘Renovación’, que convirtió a la economía vietnamita en una de las más dinámicas del mundo y que sacó de la miseria a millones.

Pero, una vez más, el apego feroz de Castro a los viejos dogmas revolucionarios (“socialismo o muerte”, “hasta la victoria siempre”) detuvo la apertura, con lo que la crisis económica, que se había vuelto característica de la vida en Cuba, se mantuvo tan aguda como siempre. Y, como a casi todo el mundo, la epidemia de coronavirus golpeó con rudeza a la economía cubana al paralizar el turismo occidental, que se había vuelto su único sostén. Por lo que, al empezar 2021, ensayar alguna apertura una vez más resultó imprescindible e impostergable. Y entonces Raúl Castro anunció que se retiraba de la Secretaría general del Partido Comunista, con lo que su separación de la vida pública (a los 89 años de edad) ahora sí se concretaría. Lo cual ocurriría, a más tardar, en mayo.

¿Se irá, en realidad, Raúl Castro? Y es que, a lo largo de seis décadas, la dinastía defendió su poder a sangre y fuego. Como cuando, en 2009, Felipe Pérez-Roque y Carlos Lage, quienes parecían ser los escogidos para heredar a la familia Castro, fueron cancelados sin contemplaciones, deshonrándolos, acusados de haber tenido “ambiciones que les condujeron a un papel indigno”.

O como cuando, en 1989, el general Arnaldo Ochoa y el coronel Tony de la Guardia, héroes de las guerras cubanas en África, fueron fusilados, acusados de alta traición, sin ninguna prueba. ¿Entregarán ahora el poder que los Castro obtuvieron y retuvieron a tiros? ¿O muy pronto el mundo verá a Alejandro Castro, el primogénito de Raúl, que ya es coronel del ejército y está al frente del inmenso aparato estatal de inteligencia, irrumpir victorioso para proclamar que, bajo su guía, la revolución continúa heroica y arrogante? Buena pregunta, sin duda.

*Periodista.

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