“La presencia de los seres a los que llegamos a amar es un regalo, bello regalo cuya duración debemos agradecer. En todo saludo hay una despedida”, escribía Alfonso Barrera en el epílogo de Sancho Panza en América o la eternidad despedazada, último libro suyo. ¿Saludo con él o lo despido?: lo veo aún en la Academia, frágil, gastado por la enfermedad sin pausa de sus últimos años: junto a su hijo, conversa entusiasta sobre este último libro, que él ama. Le digo que es una obra que permanecerá… ¡La amistad de Alfonso, don singular que acaba de extinguirse, para iniciar su lucha contra la larga jornada de la ausencia! El poeta de Tiempo secreto, el novelista de Dos muertes en una vida y Heredarás un mar que no conoces y lenguas que no sabes y El país de Manuelito, obra, esta última, de fervoroso andar por los caminos de la patria; el diplomático sutil y generoso que dejó la impronta de su fino talento en los países en que nos representó; el ministro de Relaciones Exteriores a quien tocó difícil misión durante la guerra de Paquisha… El ensayista que, en original intento, trajo a Sancho, ya huérfano de don Quijote, a estas tierras de América, proeza imaginaria que, narrada a manera de novela, incita a la reflexión, a la nostalgia, enriquece la vida en el gozo de su español fluido y castigado.
Académico de número de la Academia Ecuatoriana, asistía con interés y fervorosa fidelidad, a las sesiones de junta general, aun abrumado por su dolencia sin tregua. “Maneras de escribir libros sin éxito” tituló su discurso de ingreso como Miembro de Número a la Academia Ecuatoriana: “Con algún temor veo de vez en cuando mi nombre entre los escritores y debo confesar que en esas listas no me reconozco. Yo preferiría andar entre las gentes de mi provincia. Quizás el mejor elogio sobre mí, ya no posible, sería apenas escuchar de ellas, “dice las cosas que nosotros decimos”, pero bien lo sé, como perdí la provincia no me queda más que el mundo”… Alfonso sabía que vivir a fondo el mundo, ahondar en lo universal solo es posible desde el rincón propio, en la sencillez del corazón del pueblo.
Poeta en cuanto amó y vivió: “Si un día mis amigos, con el modo/ con que hoy preguntan por Eduardo, César, / te dijeran “ayer faltó, no vino” / si no pudieran pronunciar mi nombre / y entonces te contaran que solíamos hablar de ti, del pan y de los muros,/ del viernes y su noche, del obrero / y de todos los hombres sin crepúsculo / Si todos te dijeran “era bueno”, si involuntariamente recordaran / que amé un cuarto, una Patria, una alegría / y un camino que tú no conociste / Si te dijeran esto y no tuvieras / nada que responder, nada hacia fuera, / respóndeles que sí, nada se pierde”.
Ha llegado ese día: decimos ‘era bueno’, y en su otra ‘eternidad despedazada’ permanece, pues nos legó sus palabras, que no lo dejarán partir.