¡Guerra!

Han pasado 16 días desde la muerte de Ompure y Buganey, dos waorani crucificados por las lanzas de los taromenani. Al menos tres expediciones, luego, en procura de vigilancia, búsqueda o venganza. Bulos, rumores de muertes y persecuciones, habladurías que crecen como la espuma en estos días. Y solo una certeza: una guerra silenciosa desangra el Yasuní sin que se hallen los mecanismos adecuados para desactivar la violencia, muy a pesar de las medidas cautelares solicitadas al Estado ecuatoriano desde hace siete años, justamente, por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, a la que ahora se quiere desacreditar.

Unas autoridades que, salvo una entrega de alimentos desde la Secretaría de Gestión de Riesgos, han dado la espalda a los deudos. Nadie para acompañarles en el doloroso proceso de unas muertes tan horrendas, nadie para ayudar a mitigar el dolor de los niños que vieron los cuerpos lanceados y que escucharon los últimos gritos de Buganey. Nadie para calmar ni la furia ni miedo de la gente de la comunidad de Yarentaro, frente a la posibilidad de un nuevo ataque. Nadie para impedir que los hijos, parientes y amigos de estas nuevas víctimas, Ompure y Buganey, quieran hacer justicia por mano propia y seguir los pasos de sus vecinos hasta dar con ellos y saldar la deuda pendiente a su muy particular manera.

Una prensa que se ha hecho eco de un relato escalofriante: el de una mujer cautiva desde niña, obsequiada al clan de sus verdugos, verdugos que habrían matado a casi todos los taromenani de su grupo, producto de esa guerra intestina que lleva cobrando ya demasiadas vidas. Y un periodista y un activista que han presentado el dramático hecho como si fuera un cuento de hadas donde la mujer raptada y su captor vivieron felices y comieron perdices hasta que llegó el maldito petróleo, el ruido de un generador, causante de todas las desgracias pasadas, presentes y futuras entre los hombres desnudos de la selva.

Una dirigencia -y sus asesores- que ha hecho un llamado tardío a calmar los agitados ánimos de la familia afectada, en una reunión realizada 15 días después del ataque y en una comunidad lejana del lugar de los últimos hechos de sangre y muerte y a la que no han acudido los presuntos expedicionarios. Y un justo reclamo, solo uno: no ha habido hasta hoy un gesto por parte del Estado, de reparación hacia las víctimas de tan encarnada violencia, producto de la presión sobre el territorio donde habitan grupos minoritarios que han sobrevivido a toda clase de agresiones desde hace décadas.

Una sociedad indiferente, que sigue creyendo en el paradisíaco Yasuní, ahí donde parece que no hay ley, donde el que menos entra como Pedro por su casa, donde no hay protocolos de actuación, ni sanciones, ni incentivos, sino una suma de intereses encontrados que hacen imposible buscar un camino hacia la paz.

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