En la cultura occidental la naturaleza siempre fue considerada un escollo en la ruta ineluctable del progreso. Los jardines de nuestra civilización son solo diseños con el fin de someter la naturaleza dentro de parámetros geométricos lucrativos, cada vez menos genuinos. Exaltación de la novedad y el exotismo.
¿Existen jardines en esos disformes y atroces edificios que albergan centenares de departamentos? Los que exhiben son meros juegos artificiales. “La mayor riqueza generan los edificios de las clases deprimidas”, dice Paul Virilio. Así es. Los populismos de todas las pelambres siembran este tipo de edificios. Autoproclamados redentores de los pobres, devienen parásitos acumuladores de poder y fortuna.
Los japoneses, que cultivan prácticas de sus ancestros, utilizan recursos en estado natural y cuidan los jardines conciliándolos con el ambiente. “Elogio de la sombra” de Junichiro Tanizaki abrevia con sabiduría la estética de los claroscuros sobre la cual se erige la belleza milenaria de Japón. Las construcciones occidentales aíslan al ser humano de su entorno, los japoneses lo integran. Un puente japonés es brazo de la montaña, caminar por ellos es un ejercicio gozoso; los nuestros son conquista de la naturaleza.
En los sesenta del siglo XX Rachel Carson alertó sobre el abuso de Occidente por el empleo indiscriminado de sustancias tóxicas. “Elixir de la muerte” llamó a los químicos inventados por la ciencia. Por primera vez en la historia, anunció, los seres humanos estamos sujetos a tener contacto con químicos venenosos, desde nuestra gestación hasta la muerte.
A partir de esa década proliferaron los movimientos ecológicos. Aparecieron oleadas de militantes “verdes”, la mayoría no llegó sino a la periferia del conflicto. El mundo es cada vez más un basural, con bosques cercenados para plantar semillas transgénicas. Vivimos al borde de fusionarnos con nuestros propios deshechos, aseguró Jon Sobrino, figura de la Teología de la Liberación.