El animador del ‘Sábado Gigante’ era el único Don Francisco en Latinoamérica, hasta que el cardenal argentino Jorge Bergoglio adoptó ese nombre para asumir el papado.
El chileno Mario Kreutzberger -Don Francisco- tiene el programa más duradero en la historia universal de la televisión: 53 años. Finalmente, parece que dejarán de emitirlo.
Hizo bien el señor Kreutzberger en adoptar un nombre artístico sencillo y pegajoso. Con ese apellido era difícil convertirse en el animador más exitoso de la televisión hispana. No obstante, su apellido quizás explique parcialmente otra faceta esencial de este artista: su pulsión filantrópica.
Explico. Su padre, un laborioso alemán evadido de un campo de concentración, logró, tras mil peripecias y sin un céntimo, llegar a Chile como muchos judíos escapados de la barbarie nazi.
Al poco tiempo de estar en su patria de adopción, nació Mario, a quien le inculcaron una doble lealtad: ser buen chileno y buen judío, lo cual significa, aparte de la liturgia, asumir la responsabilidad social de una comunidad que aprecia a las personas por lo que son capaces de darle al prójimo.
Según las más solventes encuestas hechas en Estados Unidos –donde todo se mide–, la etnia más generosa, que más dinero dona y más tiempo consagra a ayudar a los demás en trabajos voluntarios, es la judía. ¿Por qué? Ante todo, porque la compasión y la solidaridad forman parte de la mejor tradición judía, valores que heredó el mejor cristianismo.
Cuando Mario Kreutzberger se asomó a los hogares de sus compatriotas cantando, riendo y hasta bailando en su magazine sabatino, era un joven pobre con talento. Para 1978 ya había triunfado y encontró el momento para lanzar los Teletones y recaudar dinero para crear hospitales para rehabilitar a niños enfermos. Desde entonces, por varias décadas, Mario – Don Francisco y su pequeño ejército de personas solidarias han recaudado 286 millones de dólares y mantienen en Chile 13 hospitales que sirven a los muchachos más desvalidos.
Pero no solo se trata de la ética judeocristiana. La psicología y la sociología nos han enseñado que el reconocimiento social es uno de los mayores incentivos que tienen las personas para actuar en una u otra dirección. Ese mecanismo surge y se afianza en el seno de la familia. Queremos agradar a nuestros padres y maestros y por ellos nos portamos bien. Luego ese adiestramiento se extiende para procurar el aprecio de la comunidad donde vivimos. Queremos su admiración. Hay personas que hacen el bien anónimamente, pero son pocos a quienes les basta esa secreta satisfacción de ayudar para explicar sus acciones.
En todo caso, la pregunta no es por qué la etnia judía es la más solidaria, sino por qué, de acuerdo con los sondeos estadounidenses, los hispanos, los afroamericanos y los asiáticos no sienten la misma urgencia de ayudar al prójimo.
Buen tema para abrir un debate sobre la filantropía.