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El Estado ecuatoriano ha pedido públicamente disculpas al pueblo de Sarayacu como parte de la sentencia emitida por la CIDH. La sentencia de Sarayacu sienta un precedente a escala internacional sobre los derechos de los pueblos indígenas. La sentencia pone sobre la mesa algunos estándares que los gobiernos deben cumplir previamente antes de empezar proyectos dentro de los territorios indígenas, a saber, la consulta previa, libre e informada.
Dicen que es difícil pedir permiso cuando se tiene derecho y pedir perdón cuando no se tiene la culpa. Los hechos que dieron lugar a la sentencia ocurrieron en la década de los noventa. El proceso legal ante la CIDH tiene ya 12 años. Seguramente por eso le costó tanto remilgue al Gobierno a la hora de las disculpas en Sarayacu. Sin embargo, el Estado ecuatoriano ha de repetirse a sí mismo y muchas veces y en muchas comunidades, esa sentencia:
“Ofrecemos disculpas por la violación a la propiedad comunal indígena, violación a la identidad cultural, violación del derecho a la consulta, por haber puesto gravemente en riesgo la vida e integridad personal y por la violación a los derechos de las garantías judiciales y protección judicial y los derechos humanos”.
El pedir disculpas es un acto de humildad que requiere de mucha valentía, de compromiso, de convicción. Las disculpas no son exclusivamente del Gobierno. Son del Estado y sus representantes. Es decir, de todos los ciudadanos. Todos debemos unirnos a las disculpas. Y repetirnos una y otra vez la sentencia como si fuera, esa sí, una máxima del “buen vivir”. Para no tropezar una vez más en la misma piedra, piedra del irrespeto profundo, de la ambición desmedida, del racismo y el menosprecio a las comunidades indígenas, sus derechos, sus territorios, su cultura, la vida amazónica, el agua, la naturaleza, la vida.
Las disculpas dadas frente a Sarayacu deben ser las disculpas de muchos. De expresidentes, ministros y exministros, funcionarios de varios cargos, personeros de las compañías privadas y estatales que han incumplido históricamente sus responsabilidades; dirigentes que han aceptado ofertas sin contar con la anuencia de toda la comunidad, saltándose las asambleas comunitarias; trabajadores que no cumplieron con su tarea y que no hicieron a conciencia su trabajo.
Las disculpas a Sarayacu debieran ser un simbólico acto de contrición colectivo frente a los pueblos indígenas. Y el inicio de una nueva etapa en la que prime el respeto por encima de los intereses económicos. Esa sentencia debe ser la línea base, el punto cero, de los estándares ambientales y sociales.
Esa disculpa pública es histórica. Y, aunque haya sido dada con cierta tensión, con desconfianza, debe ser el compromiso que adquiere el país. Ojalá esta disculpa sea sentida. Y ojalá a partir de ella crezca la conciencia de respeto a los derechos de los pueblos.