Hace un año, luego de largas horas de trabajo y debate, la representación de la Educación Superior del país y la mayoría oficialista de la Asamblea Nacional llegó a un consenso sobre el contenido del proyecto de Ley de Educación Superior. Ese texto fue aprobado por la Legislatura. Pero el Presidente de la República desconoció el acuerdo y mandó de vuelta un veto con más de cien modificaciones que volvían a la versión original redactada por la Senplades en forma del todo inconsulta.
Se puso en vigencia, de ese modo, una Ley de Educación Superior, que con el sano y laudable argumento de propiciar una radical reforma universitaria, cuya urgencia está fuera de toda duda, impuso un régimen desorganizado, ambiguo y autoritario, que traerá más problemas que soluciones.
Quienes hemos luchado por décadas para que nuestras universidades cambien y eleven su nivel, no hicimos de la Ley un motivo de ulteriores enfrentamientos, sino que, respetando su vigencia, esperamos que en el reglamento se pudieran rectificar al menos algunas de sus limitaciones. Pero, una vez que con enorme retraso, ese reglamento fue expedido por Decreto presidencial, se puede constatar que su tónica general es concentrar la alta dirección de la Educación Superior en manos de un funcionario de libre nombramiento y remoción por el Ejecutivo, el Secretario Nacional de la Senescyt.
Según ese reglamento, que el Presidente emitió sin consulta a los sectores representativos de la Universidad del país, el que constitucionalmente es el “organismo público de planificación, regulación y coordinación interna del sistema”, el Consejo de Educación Superior (CES) pasa a ser en la práctica un apéndice de la Senescyt, sin capacidad de deliberar. Y, una vez elegidos por concurso los miembros académicos de ese organismo, en su primera sesión, con autovotaciones duplicadas, el secretario titular de la Senplades y encargado de la Senescyt, que tiene cuatro funciones públicas más, es electo Presidente del consejo.
La concentración de poder es la peor enemiga de la democracia y de la eficiencia. Esto resulta elemental y obvio para el común de los mortales, pero parece que pasa desapercibido en las altas esferas del Gobierno. Este prurito de concentrar el manejo y control de la Educación Superior no solo rompe con una tradición de dirección colectiva del sistema universitario, sino que crea un monopolio individual en lo que debería ser un espacio deliberante.
El nuevo CES tendrá mucho que hacer para depurar la Educación Superior, plagada de centros y programas de baja calidad. Para ello necesita autoridad y consensos internos. Con optimismo espero que sus miembros logren ponerlo en marcha y que el Gobierno respete sus competencias y espacios, dejando de lado la tendencia de manejarlo al arbitrio de un solo funcionario.