El asalto se ha entronizado. Lo volvimos cotidiano. “Acaban de asaltar a la vecina”. “Robaron a los estudiantes en el bar”. “Han atracado otra vez los fondos públicos”. El asalto no tiene territorio exclusivo ni modelo único de operación. La extensión a todas las esferas y la variedad son su sello. Sus únicas constantes son la violencia y la impunidad. Ya no quedan espacios seguros. Hoy se amenaza con pistola. Y se dispara si es el caso.
El centro histórico de Quito, es un peligro. Disfrutar de una caminata en la noche es riesgo mayor. Decenas de quiteños se reprimieron de asistir al Festival de Música Sacra. En las calles y en las iglesias los maleantes mostraban su habilidad. La policía -cuando aparece- es fácilmente burlada… En las procesiones religiosas se repitió el fenómeno.
Otros casos suceden en los barrios. Muchos de ellos están asolados. La Mariscal, El Batán, La Floresta, la zona universitaria de Quito, para nombrar unos pocos, están bajo estado de sitio. Celulares, computadores, tarjetas, efectivo, son arranchados. Jóvenes y viejos son víctimas frecuentes. La policía llega muy tarde.
Hay otros asaltos, marcados por la violencia extrema. Hace poco se asesinó a un ciudadano -frente al nieto- que retiraba dinero de un cajero. Delito más elaborado, más temerario, más cruel. Y aumentan cada día.
Y están los asaltos de las élites. Los despojos a instituciones y al país. Los botines suman millones. Las modalidades son más sofisticadas, pero también expresan violencia. No hay armas pero sí sobreprecios, coimas, comisiones, vacunas. En un país con tantas necesidades resultan repugnantes.
El tema está apenas esbozado, seguirán los análisis. Destacamos dos elementos. Uno, la impunidad; expresiones como “investigación hasta las últimas consecuencias”, “todo el peso de la ley” ya no engañan a nadie. Dos, el enfoque de muchos medios: amarillismo, superficialidad, inmediatismo… ¿Qué nos espera? ¿Vivir en tensión y alerta permanentes? ¿Desconfiar de nuestra propia sombra?