La Semana Mayor fue antaño tiempo de descanso para estudiantes y maestros. Ahora, el sistema se ciñe al “descanso obligatorio” de Viernes Santo el cual, a claras luces, es insuficiente cuando falta aún un trimestre para las ansiadas, justas y necesarias vacaciones “largas”. Vemos, escuchamos y sentimos a niños, jóvenes y profesores agotados; migrañas, gastritis y otras manifestaciones somáticas son portavoces de que algo no fluye y debe cambiar. Dos semanas de asueto en febrero son inconvenientes e inoportunas; en abril, por el contrario, renovarían cuerpos, mentes y almas. En algunas instituciones, al menos, festejaron al maestro por su día y no hubo clases; en otras, primó el cumplimiento de los doscientos días (también excesivos) y tan importante fecha pasó casi inadvertida. “Analizamos lo que ha funcionado en el mundo. Entre los 7 y 14 años, en Ecuador, hay 12 000 horas de escolarización. En Israel son 9 000; mientras los países con mejor desempeño académico reciben entre 4 000 y 6 000 horas”, dijo el ministro Espinosa hace algunos meses. Es incomprensible que con estos datos se insista en extenuar a los entes educativos, saturar e imponer calendarios cuando los mejores resultados los obtienen países que manejan otras variables que conducen al éxito.