Hace un año, el Gran Viento de la Muerte empezó a soplar sobre el desierto de nuestra soledad. Y seguirá este ventarrón con su cortejo de asfixia, lágrimas y miedo hasta que el último de los habitantes vacunables de nuestro desolado país haya recibido su dosis de vida. Mientras tanto “Seguirán tocando las campanas del campanario”.
Tal vez toquen a muerto por ti, lector, por ti madre de hijos tiernos, por mí. La visita de la muerte en el tren de la pandemia “ajetrea maletas y corazones” mientras corre por campos de neblina. Una muerte de pandemia es más siniestra que la muerte que llevamos con nosotros al nacer. Hermanados todos por la certeza de que sabemos que moriremos, pues, también, para eso hemos nacido, aunque nos alivie el consuelo de ignorar cuándo ocurrirá; pero la muerte en pandemia nos asecha en cada beso, cada abrazo, y se ríe de nosotros detrás de cada mascarilla, de cada noche en vela, de cada tos del vecino, de cada sol en la playa arracimada de gente, aunque , tal vez, sea la liberación para el niño que está muriendo de hambre, para la madre que muere dos veces cada día, por dentro, pues sabe que su hijo no desayunará esa mañana, y teme que si ella muere, él quedará preso entre los bordes de la más absoluta soledad. La gran masa, la reserva del país recibió la pandemia como un río desbocado que se desaguaba entre riachuelos pantanosos y aguas de cristalina belleza y calidad. La pandemia trajo su pan de cada día a quienes viven de la muerte moral, del dolor ajeno, de las lágrimas sociales mientras ellos, inverecundos asociados en compañías limitadas de explotación y canibalismo, engordaban con la carne de los muertos. Lodazales de la sociedad y de la política que compran jueces, ríen con cinismo y un macabro rechinar de dientes. ¡Miserables! A los de un dólar y setenta centavos diarios, no les pidas que guarden distancia, que no salgan a la calle, que se queden en la casa que no tienen. Desolados microempresarios, aferrados a la vida y la esperanza.
La pandemia nos visitó por el puerto de nuestro “manso y caudaloso Guayas”. No estábamos preparados para recibirla con un sistema de salud organizado. Sin embargo, los corazones de médicos y enfermeras, y de paramédicos mal comidos y del personal administrativo salieron de sus trincheras para combatir la metralla de la pandemia. E hicieron lo que debieron, lo que pudieron y hasta lo que no podrían haber hecho en tiempos normales. Y entre fatiga y entrega, de la propia debilidad y angustia salió el sol de la fortaleza y del amor. El cielo recobró su azul; las aves, volvieron a cantar. El barco de la esperanza atracaba en el puerto de la ría. Y su ejemplo contagió a la gente de Salud en todas las provincias de un país que respondía con fortaleza y callada tenacidad.