El gran jurista italiano Norberto Bobbio sostenía, en lo que se ha convertido en un lugar común, y no lo digo en sentido peyorativo, que el “problema de fondo relativo a los derechos humanos no es hoy tanto el de justificarlos como el de protegerlos. Es un problema no filosófico, sino político”.
Para muchos esta idea cerraba el debate sobre el fundamento de los derechos humanos y su consideración como obligaciones jurídicas a ser cumplidas; sin embargo, cuestionar el fundamento y alcance de los derechos ha sido una constante que se ha expresado con fuerza en los últimos años, de la mano de diferentes versiones de ideas extremistas que niegan nociones como las de integralidad, universalidad e interdependencia de los derechos. Además, se puede encontrar variantes en las que se desprecia a la democracia y se pide su eliminación; o se acude a conceptos como “centralismo democrático” o “Poder Popular” (así, con mayúsculas), que en su momento sirvieron como etiquetas para encubrir dictaduras como las soviéticas y hoy la cubana; o se pretende rescatar la democracia censitaria del siglo XIX, restringiéndola a quienes tienen educación formal o propiedades.
Hay otras formas de cuestionamiento a los derechos, como las del relativismo extremo. Los derechos -dicen- son una una imposición de la racionalidad occidental y todas las prácticas deben ser aceptadas, sin importar su contenido, porque responden a otra matriz de comprensión cultural; cualquiera que se opone a los abusos que esconden algunas tradiciones (en el lenguaje de los derechos humanos se las conocen como prácticas tradicionales perjudiciales), será tildado como un defensor del statu quo o del sistema o, simplemente, se dirá que tiene pensamiento colonialista.
El relativismo, especialmente en nuestro país, es un camino usado a conveniencia: se citan y defienden derechos solo cuando sirve a una causa.
En algo se parecen los extremistas de cualquier cuño: polarizan el debate o lo rehuyen; todos los ultras, ante la primera declaración u opinión que no cuadra con su fundamentalismo, piden silenciar o silencian, se consideran portadores de la verdad, acusan a los “otros” de no entender, no saber o estar alienados, porque son ellos los que tienen la última palabra.
¿Hay que ser intolerante con los intolerantes? Es una pregunta que se repite constantemente.
Qué hacer con aquellos que promueven ideas, doctrinas o perspectivas que se construyen desde la exclusión, los que de llegar al poder no dudarían un instante en reprimir al que piensa distinto. Aunque parezca ingenuo, mientras no sea un discurso de odio, de promoción de la guerra o la violencia, hay que defender la libertad de opinión y expresión, incluso para esos intolerantes, porque el silenciamiento crea peligrosas burbujas de fanáticos autocomplacientes.